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Ay, Buenos Aires — 4: Una historia total en La Cazona de Flores

  • Foto del escritor: Male Saito
    Male Saito
  • 23 jun
  • 6 Min. de lectura

Fue quinta de verano, un orfanato en 1930, y una escuela de oficios


Hoy: un espacio cultural que respeta a los vecinos y casa de muchos proyectos independientes. Male Saito conversó con Diego y Juan —dos de sus gestores— quienes nos cuentan la historia completa y de qué se trata el proyecto hoy en día. Conózcanla. Y visítenla @cazonadeflores.


por Male Saito




Ay, Buenos Aires, hay. La ciudad fue un torbellino en estos días. Un tren con una dirección única, San José 1111. Esta periodista se perdió en la marea blanquiyceleste, fue a comer choripanes, cantar y juntó esperanza, cartelitos de colores, abrazos de compañeros.


Me quedaba en el tintero la entrevista que hice el viernes 6 de junio. Ya parece otro mundo. Y quizás lo sea. Ese viernes fui a La Cazona de Flores. Un lugar que se define como un espacio cultural político gourmet polenta. 


La Cazona siempre me pareció un lugar donde el aire se respiraba mejor. Lo primero que te recibe es un pasillo a lo jardín, con árboles y plantas. Después aparece la gran mansión. Todas las veces que fui, oía a la gente hablando de que había sido un orfanato. Decidí enterarme de la historia. 


La historia de esta casona, me cuentan Diego y Juan, dos de sus gestores, comienza a fines del siglo XIX, cuando el terrateniente Saturnino Unzué parceló sus hectáreas en Flores. Un empresario escocés, Diego Watson Bell, construyó en 1880 esta quinta de veraneo, una estructura que aún conserva su esqueleto original. Pasó por manos de un italiano, Barelli, hasta que en 1929 Alfredo Spinetto, dirigente socialista, la transformó en un hogar de avanzada para niñas huérfanas. “Un proyecto que no solo buscaba dar refugio, sino también promover una lógica de cuidados colectivos, alimentación saludable y educación integral. Una manera de pensar los cuidados desde lo común muy progresista para esa época”, explica Diego. 


Durante 70 años, ese proyecto marcó la impronta de un lugar que, desde entonces, parece destinado a la construcción de lo común. El hogar cerró antes del 2000, y la casona quedó en abandono hasta que la familia Spinetto cedió su gestión al Centro de Formación Profesional 24 (CFP), una escuela de oficios en la esquina. En el fervor pos-estallido del 2001, la casona empezó a ser un espacio de efervescencia política y cultural. Hoy, conviven allí proyectos como Tinta Limón, una cooperativa editorial con 20 años de trayectoria; Divagario, dedicado a lo escénico y audiovisual; Estudio Mafia, con sus cómics y serigrafías, el propio CFP, cuyos estudiantes practican en eventos como mozos, bartenders o técnicos de sonido, entre otros proyectos.


La programación, que suele concentrarse en viernes y sábados, surge de un grupo de coordinación con representantes de cada proyecto. “No es solo limpiar o comprar materiales; también pensamos qué cultura queremos producir”, dice Juan. Pero La Cazona no es un negocio: nadie vive de ella. “Entendemos que funcionar acá también implica producir algo de lo común y no únicamente tener una oficina. Lo que hacemos es gestionar un proyecto común, no un espacio común”, dice Diego. 



¿Por qué hacen esto? les lanzo y busco en ellos quizás una respuesta que me alumbre mi propio camino. “Los problemas individuales los tenés igual. Circunscribir la vida a eso es un bajón. Siempre busqué el quilombo colectivo”, responde Diego. “Por ahí es medio cursi, pero estar juntos con otra gente y que el problema no sea ni vos ni yo, sino ese monstruo que tenemos en el medio y que hemos generado con placer, me parece una linda forma de transitar la vida. Los problemas que tenemos son los problemas que nos hacemos nosotros mismos, que nos inventamos y a los que le buscamos la solución. No los que te genera la patronal que te dice cómo vivir y qué hacer”, concluye. 


Juan, con una sonrisa cálida que tiene pintada, me dice que él hace esto como una forma de asumir una responsabilidad política con el barrio, una deuda con las 10 cuadras que lo formaron. “Yo siento un deber con mi plaza, los pibes, las escuelas, quiero que acá exista una cultura interesante, que no te tengas que mover a Palermo”, dice. 


Para Diego, desde el gobierno de la ciudad, se propone un modelo cada vez más evidente. “Buscan que vayas siempre por los mismos barrios y las mismas calles. El metrobus vino a reglamentar eso también. Los bares, los teatros, las galerías se concentran en determinados barrios”, dice y agrega: “Se perdió el callejeo que fue nuestra escuela de formación. Tener un espacio en Flores es romper con esa lógica mercantil de la circulación cultural”. 


Todos los años en Octubre la Feria del Libro de Flores pone eso de manifiesto. “Es el momento en que salimos por las puertas y ventanas de La Cazona y el CFP, y montamos en la calle una feria que expresa toda nuestra red”, cuentan. La feria reúne organizaciones, editoriales independientes y vecinos, creando un espacio de encuentro distinto, además siempre se organiza su curaduría en torno a una pregunta que sientan marque el contexto. 


La militancia cultural, para los gestores de La Cazona, es “el sostenimiento de la guerra por otros medios”. No se trata solo de reaccionar al mainstream o denunciar el vaciamiento, sino de proponer modos de vida compartibles.“Nuestras vidas no son ‘lo otro’. Son modos de vida que podemos compartir, de cooperación y proliferación de lo común”, afirman. Juan agrega que para él las militancias no tienen que ser reactivas. “Es importante salir del lugar de la denuncia constante. Te volves impotente si lo vivis así. Terminás vaciando tus propias actividades. No se puede vivir en estado de alerta constante”.


Esto que me cuentan me deja pensando en algo que hace poco me decía un amigo que estaba en contra de la propuesta de “ir a bancar un espacio”, como si fuera un peso, me decía. No, nosotros no vamos a sostener o bancar algo porque si no se cae. Elegimos ir y construir eso, porque nos gusta. Lo dejo anotado.


Cuando les pregunto si notan algo distinto desde la asunción de Milei, me cuentan, por un lado, que se acercan más proyectos buscando espacio, muchos lugares cerraron en el camino. Pero que también ven una digitalización de la vida, profundizada por la pandemia, que transformó silenciosamente los modos de habitar la ciudad.  “Ya no ves pibes guitarreando en las plazas ni balcones encendidos con risas y música. La ciudad se apaga más temprano. Hasta los parlantes a volumen alto parecen el último síntoma del pueblo vivo”, lamentan. En barrios como Paternal, donde vive Diego, solo espacios como La Carbonilla, con sus fiestas comunitarias, rompen el silencio de una ciudad cada vez más controlada, reflexiona. 


Hay algo en La Cazona que no se entiende del todo, ni siquiera para quienes la gestionan. “Es un monstruo grande que pisa fuerte”, dicen, riendo. Los fantasmas rondan el espacio: las niñas del hogar, las asambleas del 2001, los artistas y las cooperativas que pasaron y se fueron. A ellos le interesa habitar ese no sé, esa sabana blanca que cada vez que se cae, descubre algo nuevo. 


La Cazona es también un lugar de encuentros inesperados. “Me gusta hablar con desconocidos, recuperar algo de la bohemia de la noche, aunque sea de 9 a 1”, confiesa Diego, que también es padre. Los eventos terminan temprano, por respeto a los vecinos y por el propio cansancio, pero hay una política implícita: “No bancamos berretines. Si querés escabiar y gritar hasta cualquier hora, no es tu lugar”.


La Cazona no depende de vender “la última birra”, lo que le permite priorizar un ambiente tranquilo donde profesores del CFP llegan con sus hijos y los gurises de los compañeros también corretean entre las actividades, permitiendo que la nochea sea de toda la familia. 


Hoy me quedo sin espacio para hablar de la maravilla que ví ese viernes. Mariano Llinás y Pablo Dacal haciendo su homenaje a Ignacio Corsini. Vayan a ver a Comando Corsini. Solo puedo decir que se sintió como estar en una sobremesa de amigos que aunque ya sean famosos, siguen apasionados como los buenos artistas por rescatar a otros, difundirlos, comentarlos, mezclarse con ellos y contar a los mortales todo lo que pasa por la cabeza de un creador cuando no se tira a hacer la plancha. 


Ojo que hay dos cazonas. Una es un restaurante y la otra un centro cultural. La verdadera queda en Morón 2453.



por Male Saito (@malesaito)


Malena Saito escribe poesía, ejerce el periodismo cultural y estudió dramaturgia y dirección teatral en la EMAD. Actualmente colabora con Ficcialidad y Página12. En el pasado escribió también para La Tinta y sostuvo el newsletter semanal Camafeo, donde contaba historias de distintas poetas argentinas. Durante muchos años fue parte de varios programas de radio, destacándose La Guerra Suave, programa del que era locutora y productora, que buscaba difundir la literatura de las provincias en CABA. También fue productora de Leer es un Placer y fundadora de Trilce Radio. 

Fue librera en distintas librerías de la ciudad. Fundó Luz Artificial, librería secreta. Produjo contenidos para festivales nacionales e internacionales como el Poesía Ya!. Actualmente brinda talleres de escritura y se pierde en la noche porteña. 

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