Ha muerto un puto: Los rastros de una fuga
- Manu Harriague

- 1 sept
- 4 Min. de lectura
por Manu Harriague

Se proyecta sobre el escenario la erupción de un volcán. La lava corre por los costados de la montaña y deja al descubierto seres indeseados y pájaros prehistóricos. Desde el centro de la tierra, una pareja de criaturas destructivas lideran un ataque solo para morir bajo los mismos fuegos de los que nacieron, para tranquilidad del espectador. Las imágenes pertenecen a la película japonesa Rodan (1956), un film de terror y ciencia ficción que muestra la consternación en las caras pegadas al desastre y muchos fuegos artificiales. En un pasaje rápido caminamos por la calle Pasteur en la zona de Once; nos saluda Mario Pergolini con pelo largo; recordamos a Esther Goris en su papel de Evita; y escuchamos el grito de una esposa consternada por pugnas literarias. Todo esto, a su vez, conforma una constelación de visiones en la obra “Ha muerto un puto” basada en la vida y los textos del escritor y docente Carlos Correas. La puesta en escena despliega partes del universo simbólico, creativo y afectivo que rodeó al autor a lo largo de su carrera.
Voy y vuelvo sobre una de sus fotografías, una de varias parecidas, de las pocas que encuentro en internet. ¿De la misma noche? Es analógica con el granulado a tope, en un tiempo que disuelve el flash de la cámara sólo para revelar la imagen de una silueta escondida sobre un balcón acorralado por un abismo profundo. Me sumerjo en la búsqueda de los avatares del protagonista, constatando que una obsesión puede atraer a otros, por ejemplo, simplemente por el placer del relato.
Gustavo Tarrío, director y dramaturgo, exhibe su investigación sin hacernos creer que lo que nos cuenta es una biografía completa, cerrada o incuestionable. Invita a hacer lo propio, a leer a Correas, pero no solo a él sino también a tantos otros. La palabra emerge, así, como un acto de fe, sobrevive al olvido del tiempo.
Será porque no conocía a C.C, ni a su cuento censurado, ni los devaneos de los círculos intelectuales de Sebreli, Massota, o Abelardo Castillo, entre otros evocados. Puedo imaginarlos dividiendo su tiempo entre los espacios de militancia, los grupos de estudio de la universidad, la escritura apasionada y discusiones programáticas.
¿Profundizamos? Sí, pero no. O en todo caso, esa no es la historia.
A lo largo de la obra se abren puntos de fuga sobre la figura del autor al transitar los caminos de tinta del diario íntimo recuperado, sus artículos publicados y los que no vieron la luz hasta su muerte. En sus producciones se sobreimprime el mapa simbólico del under, o el “bajo fondo homosexual”, y los recovecos marginales de la ciudad. Su práctica lleva en sí misma la marca del “yire frenético” y el merodeo intoxicado de anfetaminas, atravesada por un lenguaje hecho de roces a escondidas y besos furtivos.
En definitiva, se privilegia un abordaje experimental y episódico, desde los costados que dibuja la silueta de la biografía tocando levemente sus límites, abrazando los huecos y formas ocultas. A través de un guion afilado, con giros cómicos e insolentes, presenciamos lo que se logra construir a pesar del abismo oscuro de esa fotografía.
El famoso cuento prohibido “La narración de la historia” (1959) —leemos en la sinopsis “considerado el primer relato homosexual de la literatura argentina”— comienza al costado del cine y de las explosiones volcánicas de Rodan. El protagonista, Ernesto Savid, busca a alguien a quien besar. En el relato, esa simplicidad delinea las dinámicas entre clase y sexualidad. A fin de cuentas un beso de papel, de mentira, digamos, pero qué le cuesta a C.C y a su editor problemas judiciales.
Entre los restos del suceso teatral solo queda un piano, una maqueta de la ciudad, un edificio solitario sobre confeti. En el centro, David Gudiño, María Laura Alemán y Vero Gerez, son despedidos por una lluvia de aplausos. Los alter egos encarnados por los actores intercalan el “yo” escritural del autor y de los personajes de sus textos. Sin diferenciar entre la ficción, la simulación de lo vivido y la realidad imaginada, se construye el conflicto a partir del deseo de lo vedado. La tensión sobre el cuerpo y la carga mental mantiene al protagonista en una ensoñación constante, como ese tren a escala que parece dar vueltas por los andenes de Constitución.
“Ha muerto un puto” se nutre de las polémicas, pasiones y miserias de su objeto de estudio, reconstruyendo una época de censura hecha de trajes a la medida, pero armada con expresiones de inhibición y entrega desafiante. Movilizados, sobre todo, por la voluntad de explorar la incomodidad de lo propio.
¿Es esa una cultura hecha de enemigos?
Puto se lee en el título de una obra, que sostiene el cuchillo por el filo, en pleno estallido de music hall.
FICHA ARTÍSTICA
Guión: Gustavo Tarrío
Actúan: María Laura Alemán, Vero Gerez, David Gudiño
Diseño de vestuario: Paola Delgado
Diseño de utilería: Paola Delgado
Carpintería: Facundo Varela
Canciones: María Laura Alemán
Música original: María Laura Alemán
Diseño De Iluminación: Sebastián Francia
Entrenamiento: Florencia Schrott
Asistencia de dirección: Florencia Schrott
Prensa: Prensópolis
Dirección: Gustavo Tarrío
por Manu Harriague (@manu.harriague)
Entusiasta espectadora desde el teatro de títeres de su infancia, ahora persigue esa misma emoción en cada espectáculo. Tras un breve paso por la Licenciatura en Letras, fue virando por distintos talleres de escritura, donde experimentó con dramaturgia, narrativa y poesía. En cada espacio descubrió una manera distinta de atravesar el mundo, trazando un dispositivo mutable de creatividad. Más adelante, encontró en la curaduría una confluencia transdisciplinar de esos intereses y preguntas. Actualmente, está finalizando la Licenciatura en Curaduría en la Universidad Nacional de las Artes.



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