Una sombra voraz: Impostar una vida
- Manu Harriague
- 18 oct
- 5 Min. de lectura
por Manu Harriague
Sostener el día a día en una simulación controlada implica hacer de la actuación más que una profesión, una segunda naturaleza, un modo de vida, ¿nos convertiremos en actores a fuerza de repetición? En la tendencia de vivir anestesiados, ¿perderemos las coordenadas de nuestras emociones? ¿En qué equilibrio podemos anclar la identidad?
Me siento falta de aire, mis últimos pensamientos no se acomodan al cuerpo en reposo, todavía sigo pensando: llegotarllegotardellegotarde. Empapada por una tormenta de nieve, no, sino por esas lloviznas sorpresivas de primavera en Buenos Aires. Soy la peor espectadora posible, ruidosa y descuidada. Piso gente en el camino. Se me cae la cartera y con ella, lapiceras y cuadernos. Me puteo y seguramente me putean, en secreto, me siento incómoda en el cuerpo y en el lugar privilegiado del medio. Llegotardellegotardellegotarde. Miro de frente, un espejo distorsionado refleja al público de forma casi espectral. No llego a ver mi propia cara. Solo unos segundos antes del comienzo y… ¡acción!

Enmarcada dentro del rodaje de una película biográfica, Una sombra voraz de Mariano Pensotti conjura un juego especular que entrelaza las vivencias del actor Manuel Rojas (Diego Velázquez) y el retratado Julián Vidal (Patricio Aramburu). A medida que pase el tiempo, estos verán difuminarse los límites entre la personificación y lo real, movilizados por la posibilidad de cambiar sus vidas.
Desde el comienzo ya se deslizan los matices del conflicto central de la obra. Los intérpretes se disponen uno al lado del otro, trotan sobre caminadoras recitando el mismo texto, sin poder reconocer quién copia a quién. Se disponen como dobles, en una dinámica que se repetirá a lo largo de la puesta, a la manera de los cristales paralelos que expanden una imagen al infinito.
Ambos cargan con la pesadumbre de algún fracaso sentimental, laboral o familiar. Julián, alpinista de éxito módico con vistas a retirarse decide retomar el sendero donde su padre, un reconocido escalador, desapareció. La estructura montañosa del Annapurna en Nepal se vuelve horizonte de expectativas. Resabios paternos sobreviven en los márgenes del libro, La ascensión del Monte Ventoso de Petrarca, donde sus notas a mano marcan el plan para llegar a la cima. El hijo mantiene el legado en el caminar decidido hasta que, en medio de una ventisca de nieve, vive una experiencia transformadora. Del otro lado está Manuel Rojas, actor también de éxito módico, que interpreta a un comisario en una serie televisiva, hasta que le ofrecen el protagónico de una película sobre alpinismo. Una biopic acerca de la historia de Julián. El “hasta que…” señala el instante preciso en que se desajustan las variables de control, cuando el plan se desbanda por los bordes.
Juran, perjuran que todo es real –que sus nombres son otros, que este teatro es solo una extensión más de la aventura. Entrar en el juego es también llevarse la desilusión ante el documento y el archivo como registro de lo real; es entender qué fácilmente falsable es aquello que se anuncia como tal. Pero, al mismo tiempo, supone encontrar algo de lo verdadero real en la ficción. Eso misterioso que se pone en funcionamiento en un libro, en una obra de teatro, en una película, y que puede ser lo suficientemente fuerte para comerse la vida. En ese sentido, la obra repone algunas de las problemáticas del teatro documental sin ser un ejemplar del mismo.
En las obras del género los objetos se presentan en tanto testimonio y en calidad (casi) de prueba de veracidad. En este caso, La ascensión del Monte Ventoso se encuentra multiplicado, dando cuenta de dos pasajes/relatos distintos hacia la cima. No por eso menos poderoso, aparece en la puesta como catalizador de una red de ilusiones que se fueron creando alrededor del alpinismo y del viaje épico. El texto se vuelve mapa de una obsesión. Nos entretenemos ante la idea de la singularidad del archivo. Para Julián el libro y su historia dota al padre de un manto heroico. Su pérdida temprana lo obliga a aferrarse a una idea idealizada con la que fue creciendo a la par. Se muestra como la “viva imagen” del otro, en tanto doble necesariamente imperfecto. Acechado por la sombra del recuerdo paterno, Julián practica una espiritualidad hecha de señales y sincronicidades mundanas, que alberga la secreta esperanza de un orden oculto detrás del mundo.
¿Cuánto se puede errar en el deseo? ¿Cuán escindidos estamos de lo que subyace detrás del gesto mimético? Manuel trata de mantener el vínculo con su hija mientras esta se aleja en la adolescencia. Las demás relaciones sean laborales o románticas, se le vuelven difíciles de mantener y celebrar. Entre las intermitencias de un tratamiento médico, quiere hacer sentido de un llanto que lo agarra desprevenido en el rodaje, en su casa, en el cine… sin entender muy bien su origen. Siente los efectos de la nieve desde un set de grabación cerrado “haciendo de” otra persona. Retratado y actor se unen en una sola voz y experiencia.
El gran espejo que nos sorprende una vez entrado al espacio se va transformando a lo largo de la puesta: utilería, telón o escenografía, que revela algo más. El objeto se divide en tres partes móviles, como un rompecabezas, y configura, en tándem con las cuatro luces blancas de los costados, una apuesta de efectos visuales que nos sumergen dentro de la fantasía glaciar en la montaña nepalí. Su manipulación en escena da cuenta de la versatilidad del aparato en tanto herramienta narrativa. A la vez que, refleja y condensa las emociones de sus personajes. Se mantiene como superficie sensible de su mundo interior.
En su conjunto, Una sombra voraz marca las discrepancias en el flujo de relaciones que ligan ficción y vida, relato y hecho. El pacto ficcional se manifiesta y tensiona, a través de la dinámica entre dos personas que se encuentran por casualidad y que forjan un lazo de confianza. Es entonces que se vierte la magia. Más allá de un ejercicio formal, entre las risas y el llanto, se recrea una sensibilidad cuidada, llena de contradicciones. En esa ambivalencia se muestran las fragilidades propias y ajenas. A pesar de la distancia que separa a cada individuo se pueden crear puentes, para finalmente reconocernos en el otro.
FICHA ARTÍSTICA
Texto y dirección: Mariano Pensotti
Elenco: Diego Velazquez, Patricio Aramburu
Escenografía y vestuario: Mariana Tirantte
Música: Diego Vainer
Luces: David Seldes
Colaboración artística y Producción: Florencia Wasser
Dramaturgista: Aljoscha Begrich
Prensa: Marisol Cambre
Fotos: Sebastián Arpesella
Colaboración en Producción: Zoilo Garcés
Reposición de iluminación: Facundo David
Asistencia de escenografía y vestuario: Lara Stilstein
Asistencia de dirección: Juan Francisco Reato
por Manu Harriague (@manu.harriague)
Entusiasta espectadora desde el teatro de títeres de su infancia, ahora persigue esa misma emoción en cada espectáculo. Tras un breve paso por la Licenciatura en Letras, fue virando por distintos talleres de escritura, donde experimentó con dramaturgia, narrativa y poesía. En cada espacio descubrió una manera distinta de atravesar el mundo, trazando un dispositivo mutable de creatividad. Más adelante, encontró en la curaduría una confluencia transdisciplinar de esos intereses y preguntas. Actualmente, está finalizando la Licenciatura en Curaduría en la Universidad Nacional de las Artes.